
Las FARC y ETA surgieron en distinto contexto, pero pertenecían a una misma época. Quizás por ello la guerrilla colombiana y el grupo vasco que eligió el terrorismo como instrumento de acción política desaparecen en fechas próximas, aunque en sociedades diferentes. Hay quienes se resisten a reconocer ambos procesos e incluso hay quienes se empeñan en avivar la confrontación en plena retirada, ya sea por obcecación o por repugnantes intereses partidistas.
Las distancias, no obstante, son enormes. Zapatero y Santos entrevieron la oportunidad, apostaron a favor de lo posible y fueron desprestigiados por poderosos sectores sociales. El PP y el facherío mediático español anticiparon la belicosidad del uribismo contra los acuerdos. En España se avanzó a hurtadillas: los hechos se fueron imponiendo sobre los enredos de los recalcitrantes. En Colombia el gobierno asumió la oportunidad a cara descubierta, contra las trampas de una parte relevante de la oposición.
El discurso del jefe de la comisión negociadora del gobierno colombiano, Humberto de la Calle, aquí impresiona: “Muchos colombianos quisieran castigo para las FARC. Pero también con igual fervor deberíamos pedir el mismo castigo para todos los responsables. Agentes estatales que desviaron su misión y terceros financiadores de graves crímenes y masacres”. Parecen frases extraídas del argumentario enemigo, contra el que ahora mismo combaten los restos del gobierno español en funciones: “La dejadez del PNV y el PSE con Otegi encubre una cobardía”, asegura el candidato del PP a lehendakari, Alfonso Alonso.
¡Cuánta distancia! De la Calle concluye su discurso: “Agradezco a quienes han expresado sus reservas y críticas. Ellos no son los enemigos de la paz. Los enemigos de la paz son los que han llenado las redes sociales de falacias y mitos”. El líder de la guerrilla, Timoleón Jiménez «Timochenko», se dirige a los soldados, marinos, pilotos de la fuerza aérea, policías y organismos de seguridad e inteligencia del Estado, para decirles que “hoy, más que nunca, lamentamos tanta muerte y dolor ocasionados por la guerra”.
Por una parte, los hechos, la autocrítica, el respeto; por otra, las grandes palabras, la utopía totalitaria, el rencor. En Colombia se apela a la generosidad y a la esperanza de las víctimas, se busca el compromiso de los vivos por un futuro compartido, edificable. En España apenas se atiza el dolor de los muertos y los bandos se enquistan y degeneran sin otra expectativa que el encono.
Cualquier observador podría concluir que la experiencia de la paz no tiene retroceso en el País Vasco y en España, mientras que en Colombia aún se vive la fragilidad de un proceso de alto riesgo. Sin embargo, aquí, algo nos devuelve al fragor de la guerra que precedió a todo lo que aconteció después, la que aún nos divide y enfrenta, porque, en vez de reconocer las propias culpas para alentar la memoria, el reencuentro civil y la vida en común, preferimos mantener las fosas del dolor, la división social y el encono justiciero.
Colombia prefiere construir la justicia de los vivos como homenaje a los muertos. O eso queremos creer, que han entendido que con la paz se conquista de futuro, que la paz no es un arma contra el pasado. Aquí no acabamos de entenderlo.
