La televisión pública española anunció cambios en su programación: una marcha atrás y sin freno. Solo se podían prever calamidades. Y bastó la primera muestra. ¡En toda la frente!
El bodrio Moreno era previsible. Tendría que haber hecho lo contrario de lo que hizo siempre para quebrar el vaticinio. Y no, fue absolutamente fiel a sí mismo. Incluso se superó.
La indignación de los profesionales de la televisión pública, incluido su director (un realizador con muchas horas de vuelo en eventos de extraordinaria complejidad) debió ser incontenible. No era solo la bazofia del contenido, el despropósito de la turba desgañitada e hiperbólica de las presentadoras, la selección de unos infantes sacados (en general) de la España más rancia, el tufo machista de los escotes y los sketches… O sea, lo perfectamente previsible.
No cabía imaginar la desmesura del desbarajuste: un programa en el que los invitados no acudían a tiempo, en el que se dejaba a la vista la trastienda, en el que los micrófonos fallaban sin descanso, en el que alguno de los niños mostró mayor profesionalidad que los adultos, en el que al realizador se le debió caer la cara de vergüenza… Merece la pena verlo… para poder creerlo.
El único que debió quedar impertérrito tras la debacle fue el ínclito Moreno. Él cobra. Y tiene fama de que paga mal a los currantes. ¿Será más generoso con los que no están en nómina? Si no, no se entiende.
La tele pública desaparecerá así por decisión popular. No habrá quien la soporte. La responsabilidad no será suya, sino de quienes la dirigen de este modo.
