
El miedo que esta sociedad padece no se combate ni se cura con más miedo. Esa no puede ser la estrategia de quienes buscan la convivencia en libertad. Sin embargo, Andalucía –o mejor, la campaña electoral andaluza y los primeros efectos de sus sorprendentes resultados– ha alimentado el temor en dirección a las fronteras del pánico.
Susana Díaz exhibió su condición de política sin más predicamento que el pedigrí de las viejas guardias partidistas: la demonización del otro. Y para ello puso a Vox en el centro del tablero y del debate. Lo consiguió plenamente. En su estrategia de perjudicar al Partido Popular y a Ciudadanos, sus verdaderos adversarios, vinculándolos insistentemente con lo que parecía un reducto marginal del pasado, la presidenta consiguió convertir a la vieja trinchera en el eje fundamental de la confrontación electoral.
De ese modo el Partido Popular no se vio obligado a ahondar en un frente que le deterioraba. Su principal rival ya se encargaba de establecer las diferencias entre Vox y PP, entre los máximos representantes del mal y los que podrían ofrecerles un cobijo satisfactorio. Por su parte, Ciudadanos logró eludir una confrontación desagradable, que podría ensuciar su posición autónoma e incluso realzar su condición de socio inequívoco del mayor fiasco del PSOE en su comunidad predilecta.
La izquierda sabía que la legislatura no había sido satisfactoria y muchos de sus simpatizantes no encontraron a lo largo de la campaña propuestas de futuro estimulantes. Optaron por el castigo de la abstención y pusieron los cimientos de una legislatura que responde más a lo que se niega que a lo que se afirma. El miedo que recorre el mundo occidental encontró acomodo por la desidia de quienes estaban obligados a generar expectativas frente a la turbación y se empeñaron en combatirla con la generación de nuevos desasosiegos.
La mayoría a favor de la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez al gobierno de España encontró así una réplica antagónica, la que ha sentado las bases de un gobierno andaluz contra el PSOE y, también, contra Podemos. Se había creado un marco, bien es cierto, que impulsaba el debate hacia territorios más españoles que autonómicos por la polarización social impulsada por el Procés catalán, por la inmigración y por las profundas heridas provocadas por la crisis.
Sin apuestas por el futuro, tan solo cabía una rebelión contra el pasado. Avanzar hacia atrás. Devolver a la sociedad a las catacumbas. ¡Cuánta paradoja!
El miedo tiene eso: cuanto más se teme más crece.
