
La identificación del lema No tenim por con las concentraciones antiterroristas son una especie de oxímoron: uno niega lo que las otras afirman. Aparte de la solidaridad con las víctimas, que quedó al margen del eslogan, ¿qué motivó la convocatoria de la manifestación más allá del desconcierto y la impotencia que el terrorismo provoca? ¿Acaso los atentados de Barcelona y Cambrils, de París, Londres o Berlín, no ponen de manifiesto una amenaza contra la que las sociedades democráticas carecen de un antídoto infalible? ¿Entonces, cómo no tener miedo? ¿No es ese el sustento elemental de las prevenciones que reclamamos?
Sin embargo, el miedo, tan cotidiano, tan necesario, no es el problema. Una vez más, en España, el verdadero problema –no un temor individual o social inaprensible, sino un hecho inequívoco– se encuentra en otro ámbito. El terrorismo destroza la relación entre las instituciones y la ciudadanía cuando, en situaciones tan graves y extremas, aquéllas manipulan y mienten con el afán de dividir a la sociedad y defender posiciones partidistas. Al terror se añaden así otros efectos repugnantes contra los que sí caben antídotos y a cuyos autores la sociedad sí puede exigir responsabilidades.
El 11M resultó ejemplar en este aspecto, por todas las mentiras que se vertieron y por la impunidad de quienes las alentaron. Trece años después algunos manipuladores de aquellos artefactos dirigidos contra la convivencia y los derechos ciudadanos siguen vivos políticamente o permanecen, al menos, en situación larvada, cual células durmientes. De ellos deben proceder las enseñanzas que se han vuelto a repetir, aunque a menor escala, tras los atentados de este 17A en La Rambla y el paseo marítimo de Cambrils.
Mientras los ciudadanos se abrazaban para expresar su espanto y su solidaridad, algunos se afanaban en sacar partido a la tragedia en otras disputas públicas de gran calado. Hubo gestos obscenos del Gobierno catalán y del español. Y la mayor obscenidad ha sido, sin duda, la mentira, porque sin respeto a la verdad no es posible la convivencia. De la misma manera que ante el dolor la única actitud decente es el respeto a las víctimas y el deseo de acompañarlas en el duelo, ante el acoso a los derechos elementales solo cabe actuar con rigor, veracidad e incluso discreción.
No ha sido así. La Generalitat aprovechó los primeros momentos para lucir músculo, mientras el Gobierno español tramaba en la sombra. Pasados los primeros momentos propicios al reconocimiento emocionado de quienes dieron la cara ante la agresión, los exhibicionistas fueron quedando en evidencia y los sibilinos, bajo sospecha. Los hechos conocidos días después fueron desmentidos con urgencia para ser matizados con retardo.
Tal vez los atentados fueran inevitables, pero se podía haber evitado el espectáculo de la tergiversación y la mentira, con las que se anteponían los intereses, políticos o personales, al dolor, la prudencia y la verdad, aunque fuera en aspectos marginales. En esos casos el miedo verdadero no lo genera la amenaza inevitable (la cornisa que puede desprenderse sobre la acera) sino la afrenta de quienes están obligados a protegernos de la violencia, de manera mucho más cotidiana de la mentira y de los intereses bastardos e incluso de los espurios.
Por todo eso, dos semanas después podemos decir que tenim por, sobre todo, de aquellos que anteponen sus cuitas partidarias a la lucha contra el terror. Y de quienes secundan sus mentiras.
