
«Qué extraño llamarse Federico». Ettore Scola, 2013
Una expresión de Federico García Lorca, de la que procede el título de la película, se oye también al comienzo, mientras se ve a un actor que representa a Federico Fellini ya mayor, de espaldas, sentado en una playa desierta, frente a un cielo rojizo y viendo pasar bajo un foco móvil, como en una sesión de pruebas, a diversos personajes de ficción relacionados con el circo y las variedades. Es una toma de estudio, evidentemente, como lo serán la mayoría de las que componen este singular semidocumental, que mezcla fragmentos de entrevistas y de películas muy conocidas con reconstrucciones de la época en la que sus dos protagonistas –el propio Fellini y Ettore Scola, autor de este homenaje a tantas cosas a la vez– se conocieron y trabaron una amistad que nos será descrita también a grandes rasgos.
Porque de un homenaje a Fellini se trata, ante todo, pero también al cine italiano de la época dorada, a muchos de sus personajes más conocidos, delante y detrás de las cámaras y, al mismo tiempo, a los Estudios Cinecittà, creados por Mussolini en los años treinta, escenario de buena parte de lo mejor del cine europeo de los cincuenta y sesenta, privatizados en los noventa y convertidos hoy al parecer en una especie de triste parque temático que trata de aprovechar la herencia gloriosa del pasado para rentabilizar los negocios más vulgares.
Scola ha puesto buen cuidado, no solo en rendir tributo a aquella mítica instalación, y en particular al célebre Estudio 5, que fue el espacio donde Fellini creó las más impresionantes de sus creaciones de fantasía, sino en subrayar sus características especiales, mediante el uso bien visible de enormes transparencias, decorados de cartón piedra, retroproyecciones, sobreimpresiones y otros trucos que fueron la materia con la que durante tantos años se fabricaron allí los sueños de muchos cineastas irrepetibles, mezclándolos con procedimientos actuales que permiten, por ejemplo, un juego particularmente expresivo del blanco y negro y el color dentro de un mismo plano.
Con igual sabiduría se utiliza la contraposición entre el blanco y negro y el color para mostrar las escenas que representan los comienzos de Fellini y Scola como dibujantes de caricaturas y viñetas en la revista satírica «Marc’Aurelio» –equivalente a «La Codorniz» del franquismo– y las más recientes, también ficticias, que muestran a los dos cineastas paseando por la noche romana y encontrándose con pintorescos personajes populares, retratados con humor, en la mejor tradición de la iconografía felliniana.
Hay, además, numerosas inserciones de imágenes auténticas de época, entre las que destacan las de las pruebas realizadas por el maestro de Rímini a actores de la fama de Alberto Sordi, Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman para el papel protagonista de Casanova (1976) –que finalmente sería adjudicado a Donald Sutherland–, pero no, en cambio, a su actor fetiche y alter ego, Marcello Mastroianni, que curiosamente sí interpretaría a esa figura para el propio Ettore Scola en La noche de Varennes (La nuit de Varennes, 1982).
Para dar forma a tan ingente material, el director y sus dos hijas y coguionistas, Paola y Silvia Scola, utilizan a un narrador anciano que, mirando a la cámara en ocasiones o integrándose en la acción en otras, va uniendo, facilitando información y dando sentido narrativo a lo que de otra forma podría ser una simple sucesión inarticulada de escenas de indudable interés en sí mismas, pero irrelevantes para quien no consiga reconocer a través de esas imágenes fugaces la enorme cantidad de alusiones, referencias e interconexiones que recoge apasionadamente Qué extraño llamarse Federico.
Algo de eso ocurre, por cierto, cerca ya del desenlace, cuando, después de buscar un ingenioso amago de final feliz de clara inspiración chapliniana, y probablemente con el afán de dar cabida a la mayor cantidad posible de citas visuales, la película arroja, bajo la forma también ocurrente de un carrusel, una catarata de planos que es prácticamente imposible identificar en su totalidad, convirtiéndose así en una mera acumulación demasiado amorfa.
Pero nada de eso quita brillantez a esta soberbia antología del cine italiano de toda una época, orquestada en torno a una de sus mayores figuras y llevada a cabo con esmero y patente cariño por otro cineasta de categoría, creador comprometido con su tiempo y su sociedad como Ettore Scola, que cuenta hoy ochenta y cuatro años y ha sido autor desde 1964 de más de cuarenta títulos, entre los que cada cual podrá elegir, según sus preferencias, Una mujer y tres hombres (C’eravamo tanto amati, 1974), Una jornada particular (Una giornata particolare, 1977), La terraza (La terrazza, 1980), La sala de baile (Le bal, 1983), Maccarroni (1985), La familia (La famiglia, 1987), Splendor (1989) o Mario, Maria e Mario (1993), por ejemplo. Hay tanto donde escoger, que Qué extraño llamarse Federico acaba convirtiéndose por último, involuntariamente, en un más que merecido tributo de admiración al propio Ettore Scola.
FICHA TÉCNICA
Título original: «Che strano chiamarsi Federico. Scola racconta Fellini». Dirección: Ettore Scola. Guion: Ettore Scola, Paola Scola y Silvia Scola. Fotografía: Luciano Tovoli, en blanco y negro y color. Montaje: Raimondo Crociani. Música: Andrea Guerra. Intérpretes: Tomasso Lazotti (Fellini joven), Maurizio de Santis (Federico Fellini), Sergio Pierattini (director), Giacomo Lazotti (Scola joven), Giulio Forges Davanzati (Ettore Scola), Ernesto Dargenio (Marcello Mastroianni), Antonella Attili (Wanda), Vittorio Viviani (narrador). Producción: Paypermoon Italia, Palomar Films, Cinecittà Luce (Italia, 2013). Duración: 93 minutos.
Más información en programadoble.com, el blog de Juan Antonio Pérez Millán.
