A veces me entretienen las listas de los mejores libros del año o las recomendaciones de alguno escritores –a los críticos literarios los suelo colocar en entredicho– que han ido mereciendo mi fidelidad como lector. Con ese aval decido adentrarme en narrativas desconocidas, ajenas a la creciente legión de autores de los que el tiempo me ha ido convirtiendo en fiel lector; una fidelidad que alguna vez se me ha antojado más que excesiva, religiosa o sectaria, valga la redundancia.
Así accedí a Canto yo y la montaña baila, el relato de Irene Solá (Anagrama 20019), de la mano de Luis Landero, que lo recomendaba como uno de los libros que hay que leer al menos una vez en la vida: “Me ha sorprendido, me ha gustado mucho cómo escribe esta chica, jovencita. Escribe estupendamente y fabula muy bien. Es un libro que me ha sorprendido”.
Aí, cuatro largos años después de su aparición en catalán, 15 ediciones después de la primera, con otra novela más reciente (Te di ojos y miraste las tinieblas. Anagrama 2023) he llegado a Canto yo y la montaña baila. Un libro que seduce deprisa y se disfruta despacio. Con un halo mágico, siempre íntimo, abierto al lector hasta hacerle participe en la construcción del relato y de sus personajes.
Canto yo y la montaña baila narra la íntima relación entre los personales y el entorno, entre la intimidad y sus circunstancias, entre la vida colectiva y la sucesión de personajes que tejen y destejen una una realidad que carece de aspectos anecdóticos, en la que cada elemento se convierte en protagonista, con vida y voz propias. El paisaje, el viento o la tormenta, el bosque o el ruido, el agua y los poblados pirenaicos tienen vida y, sobre todo, voz; piensan, sienten, se expresan. Y los personajes se entrelazan sin un orden estricto, con vida y autonomía propias; a retazos.
El lector debe girar su perspectiva hasta comprender que el relato niega la comprensión lineal y le obliga a desentrañar la vida y los misterios que han alimentado no solo un espacio común sino, sobre todo, sentimientos e impresiones confluyentes. Una narración, pues, de múltiples voces siempre proclives a la emoción.
El ejercicio resulta tan arriesgado y absorbente que algunos elementos ajenos al tono general desconciertan a un lector que, asumida ya la complejidad de la propuesta, se ve obligado a reordenar los fragmentos de un relato desde una perspectiva más distante. Así lo percibí a medida que recorría ese par de capítulos. Sin embargo, el relato me devolvió muy pronto a la emoción y a la fascinación de una propuesta genuina y genial. Mucho más que estimulante.