
El reconocimiento unánime de la crítica, los cien mil ejemplares vendidos en apenas cuatro meses o las referencias permanentes a la obra en los comentarios recientes sobre el País Vasco son hechos ciertos, objetivos, que marcan el interés de Patria, la última novela de Fernando Aramburu. La importancia de esta obra, sin embargo, tiene mayores argumentos.
Gracias a sus relatos, muchos de ellos en forma de cuento, a este autor ya se le reconocía como escritor de culto (Los peces de la amargura, Los años lentos), por el aval de muchos expertos y, sobre todo, por la recomendación y la admiración de otros escritores, ajenas a un efecto endogámico porque Fernando Aramburu no forma parte de ningún contubernio literario; reside en Alemania y, aunque nunca ha renunciado a la memoria y a la mirada alrededor de sus orígenes, su exilio no es consecuencia tanto de una posición militante de carácter ideológico o político como de una toma de distancia asumida con razones íntimamente personales.
Ahora, tras la publicación de Patria (Tusquets, 2016), Fernando Aramburu se ha convertido en el responsable de una novela monumental, no sólo por el volumen –que también, 640 páginas–, sino por su entidad: la que corresponde a una obra emblemática, imprescindible para comprender a un tiempo y a una sociedad y, aún más, fundacional, para una nueva era: porque, una vez entendida la omnipresencia del conflicto en ese entorno, esta novela traza la búsqueda de una salida hacia esa nueva experiencia. En definitiva, un relato sobre el pasado y para el futuro; tal vez, para siempre.
Patria desentraña hechos, situaciones, sentimientos, gritos, silencios, muertes; la vida de una comunidad. Si se tratara de una obra de carácter sociológico, de un ensayo, habría que concluir que la experiencia de esa comunidad está condicionada por un hecho determinante, eso que se denomina el conflicto, que transforma toda la realidad: las relaciones íntimas, las familiares, las amistades o las celebraciones, la convivencia, el ocio, el trabajo, la residencia… Sin embargo, Patria trasciende ese análisis: la realidad es el conflicto, lo único cierto y permanente, lo que absorbe y corrompe todo lo que toca. El terrorismo, asesinato y extorsión, es un hecho decisivo, pero lo verdaderamente imponente son sus efectos: la vida en–esas–circunstancias.
La degradación moral de las instituciones del Estado, la aberración de una acción política cuya finalidad es el mero asesinato, el comportamiento repugnante de instituciones como la Iglesia… forman parte de esas circunstancias; al igual que la sociedad matriarcal (de ahí el protagonismo de Bittori y Miren), arcaizante y moderna, rural y cosmopolita, con raíces que explican su voluntad identitaria donde se desarrollan los personajes, sus pasiones y sus ilusiones, su fragilidad y sus afectos. La vida. Eso es lo que lo que fluye y lo que se corrompe, lo que se impone. Y por eso, Patria no atiende al paisaje, a los estereotipos, al análisis de las causas y los efectos, a los argumentos de los de un lado o los de otro, sino a las personas que habitan ese espacio.
Fernando Aramburu se entrega a sus personajes, tan bien construidos, tan auténticos, que asombran por su sencillez y su complejidad, sus contradicciones o su transformación; es decir, por su veracidad. Los definen sus sentimientos y sus expresiones, que inducen a la emoción y a la sonrisa, a la distancia y a la complicidad, sin negar la información, muchas veces sugerida sutilmente, que ilumina el contexto. Ellos son los que conducen al narrador, cuya voz se somete o, al menos, se funde a/con la de sus protagonistas; con ellos intercambia la dirección del relato. De esa manera el lector se ve en la necesidad de entender a los personajes y, en muchas ocasiones, de dolerse con ellos de sus propios sentimientos. En función de ellos, y no de la cronología, se articula la novela. 125 capítulos como 125 cuentos encadenados por el pálpito de las sucesivas emociones.
Sí, este es un libro emocionante. Su autenticidad resulta tan intensa que hace desaparecer lo literario, incluso en los juegos en que el escritor explicita la ambivalencia de determinadas situaciones; dicho de otra manera, aparentemente contradictoria, su verdad es tan profunda que sólo puede ser literaria. Y sólo desde esa categoría debe ser juzgada la novela, aunque resulten inevitables los debates de carácter político en el contexto vasco sobre el posicionamiento ideológico del autor o la manera de desvirtuar este alegato vital como un instrumento partidario. El conflicto aún, y pese a las expectativas que Patria sugiere, no ha terminado.
