Muchos ciudadanos escucharon por primera vez el nombre de Kirmen Uribe cuando Patxi López, recién elegido lehendahari, tomó posesión de su cargo leyendo algunos poemas del escritor vizcaíno; luego, volvieron a oír su nombre en otras ocasiones solemnes en las que el dirigente vasco recorrió a su poeta de cabecera para trasladar expectativas y emociones a los ciudadanos.
Algún tiempo después los lectores en castellano pudimos acceder a su primera novela, Bilbao-Nueva York-Bilbao, que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el de la Crítica (en euskera). Ahora, cumplido ya el descubrimiento del nuevo referente literario, todo se antoja más sereno; es decir, hechas las presentaciones, la siguiente obra ya no requiere nuevas desmesuras o aspavientos provocados por la sorpresa de lo inédito y sobran por tanto los excesos de esa tendencia tan repetida que nos lleva al hallazgo cada año de varios de esos genios que sólo surgen cada dos siglos.
Lo que mueve el mundo, la nueva obra de Kirmen Uribe, nos coge ya sosegados de aquel encuentro tan feliz y, dada la proclividad al péndulo de los habituales de la crítica y la moda, deseosos de elegir nuestra posición entre quienes se apuntan a confirmar todo lo bueno que ya nos dijeron y quienes en aras del supremo rigor se exculpan de cualquier benevolencia ante el primerizo.
Pensando en esos asuntos afronté la lectura de Lo que mueve el mundo; con curiosidad. Tal vez, porque en las últimas semanas, personas con las que contrasto mis opiniones en el ámbito de la literatura –por tanto, personas cuyos juicios merecen mi respeto y confianza– abundaban en los valores de la poesía de Uribe. Sin embargo, apenas iniciada la lectura de la novela, olvidé los antecedentes y, poco a poco, quedé sumergido sin remedio en una novela que envuelve y apasiona.
La historia de millares de niños vascos, enviados por sus propios padres al exilio, a Bélgica, para ponerlos a salvo de la guerra española, preludia la tragedia de quienes en ese mismo país se va a ver forzados, en defensa de su propia dignidad y la de la humanidad misma, a asumir el riesgo supremo de la resistencia frente a la mayor de las tiranías, el nazismo. En ese contexto se desarrollan la amistad y la familia; se vive, se ama, se trabaja, se fijan afectos, se sueña, se sufre y se muere.
La secuencia del recuerdo, que nunca es lineal, obliga a avanzar y retroceder, hasta envolver al lector en unas situaciones y junto a unos personajes que van creciendo dentro de un paisaje cada vez más complejo. En ese contexto adquiere presencia y consistencia Robert, un protagonista pleno de matices que aboca a reflexiones y emociones cada vez más intensas, en el ámbito estrictamente personal y en el colectivo, en el de las relaciones individuales y en el de una sociedad que a veces se transforma, en vez de espacio de convivencia, en lugar donde el hombre depreda a sus congéneres.
Ahí detrás está, sí, Primo Levi, como el propio Kirmen Uribe reconoce en sus agradecimientos finales. Lo que mueve el mundo tal vez sea la novela de un poeta que llena de sugerencias un relato íntimo y limpio, ausente de retórica y artificio, absolutamente emocionante. Un relato inolvidable. Con la sutileza de El lector de Bernard Schlink, por ejemplo, pero también con la fuerza de la barbarie humana de la que emergen el amor y la dignidad, y con ellos la esperanza.
