
Aquella noche acompañaba a mi padre en su última residencia: la habitación de un hospital para enfermos pulmonares, situado en un pueblo próximo a Salamanca, al que llamábamos Los Montalvo. Ingresado por una insuficiencia respiratoria, la enfermedad se estaba complicando, evolucionaba a lo peor. Tenía 63 años. Su médico de cabecera le había aconsejado que acudiera al hospital, pero sin prisas, cuando pasara el fin de semana. No llegó al siguiente.
Al amanecer de aquel día, tras una tensa madrugada, me llamó a su lado. Señaló la ventana. Observaba.
– Jesús, mira al fondo, por donde sale el sol. Allí están los nuestros. Esta guerra está siendo muy dura y demasiado larga.
Había retrocedido a su juventud, casi a su adolescencia, cuando con apenas dieciséis años se alistó en las filas del ejército que en la Alta Extremadura reclutaba mayores simpatías, apoyadas por una iglesia aún más golpista que los militares sublevados.
Luego hizo bromas sobre la tragedia y, entonces, entre risas y disimulos, interpretando su alucinación como un sarcasmo, comprendí que deliraba. Le abracé y se quedó tranquilo.
Unas horas antes, en plena madrugada, un hombre mayor había irrumpido en la habitación. Vestía sotanaSoy el cura del hospital.
– ¿Qué quiere a estas horas?
– Vengo a darle la extremaunción a tu padre.
– Nadie le ha llamado, váyase.
– ¿No conoce la gravedad de su enfermedad?
– Su presencia le alarmará. Váyase.
Cerró la puerta, muy molesto. Mi padre no necesitaba ningún cura. Los muchos con los que se había relacionado mientras estuvo sano habían alimentado una sensación de fracaso, obsesiva, aunque conscientemente acallada, en sus últimos días.
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He recordado aquel momento que me ubicó ante la inminente muerte de mi padre, por algo aparentemente muy distinto: la decisión de la Audiencia provincial de Mallorca que autoriza a un padre, contra el criterio materno, a celebrar la comunión de su hija. La argumentación jurídica ha convertido una simple y estúpida disputa doméstica en una aberración solemne. El razonamiento de la Audiencia, una sala, varios magistrados, viene a decir que yo no estaba legitimado para echar al cura de la habitación en la que iba a morir mi padre y, lo que ahora más me alarma, que un día, espero que lejano, un cura podrá darme la extremaunción por prescripción legal. Hasta cabe la posibilidad de que aquel cura reaparezca en mi vida con una resolución a la que no podré oponerme.
La Audiencia mallorquina, que ha revocado la sentencia en primera instancia de un juzgado de instrucción, avala que la niña haga la primera comunión porque “es una hija bautizada, nacida de padres bautizados, casados por la Iglesia Católica y creyentes”, porque “no se trata de que la menor tenga la necesidad o no de hacer la primera comunión”, porque ésta “no genera daño ni perjuicio alguno” a la menor ni a la madre que, para colmo, “se confesó católica y creyente”; porque la primera comunión es tras el bautismo “el segundo acto importante en la vida de los niños católicos” y “solo se hace una vez en la vida”, junto a niños de la misma edad, colegio y acompañado de un acto familiar festivo al que acuden amigos del menor quien “tradicionalmente, especialmente en el caso de las niñas, llevan un bonito vestido blanco”. En definitiva, que la pretensión de la madre de atender la petición de su hija de no hacer la primera comunión es, a juicio de la Audiencia, “algo que se nos antoja no atendible”.
Tampoco sería atendible, llegado el caso –y esperemos que tarde en llegar ese momento–, que yo mismo me negara a recibir la extremaunción. Puesto que fui bautizado, acudí reiteradamente al confesionario, recibí a edad temprana la primera comunión, fui confirmado, me casé por la Iglesia, después de haber estudiado para cura, ¿cómo negarme a algo que sólo se hace una vez en la vida, que es el único sacramento del que aún no he disfrutado, que no genera daño ni perjuicio y que para los católicos es más importante que el seguro de vida? Cabe temer que mi posible rechazo a la extremaunción pueda ser algo no atendible por algún juzgado.
Solo hace falta que, de esa guisa, un tonto trate de enviarme a los cielos y me aboque a una extremaunción por orden judicial.
Aún peor. Todavía puede venir alguna instancia jurídica a sancionarme por haber negado el acceso a aquel cura que interrumpió el sueño de mi padre y le dejó delirando con la guerra civil.
