
Todo lo que se pueda decir a propósito de la La última función, que es la última novela de Luis Landero, quedó dicho antes de que que los ejemplares llegaran a las librerías. Lo explicó Concha d’Olhaberriague en su blog Las cañas de Midas y lo difundió otro landeriano de pro, Álvaro Valverde. Nada, pues, que añadir, más allá de las apreciaciones de un simple lector siempre predispuesto a disfrutar de la literatura de un escritor formidable que invita, obra tras obra, a gozar de su lectura.
Del mismo modo en que Luis Landero ha acudido en otros relatos a su propia biografía, que incluye,, por ejemplo su afición guitarrista, en este alude a uno de sus oficios prejubilares, el de profesor de la Escuela de Arte Dramático. La última función es un homenaje al teatro como un medio capaz de estimular la convivencia incluso en entornos deprimidos por el abandono o la soledad. Un homenaje sin poderes taumatúrgicos.
Una vez más, Landero vuelve a crear personajes formidables, sencillos, sugerentes, emocionantes. Lo son, por supuesto, Tito Gil y Paula, pero también Andrés Cruz o Quinito o casi todos los que van desfilando sencillamente, sin pretensiones protagonistas; bastan unas líneas o algunas alusiones para convertirlos en símbolos de un tiempo y un lugar emocionantes.
Se trata de personajes inmersos en un tiempo y un espacio cargados de sugerencias para quienes cuentan la vida de un tiempo y un lugar. Ellos, ese grupo, son el narrador de La última función. El lector extraerá sus conclusiones y, por eso, conviene evitar comentarios o referencias concretas para que cada quien extraiga de la lectura sus propias conclusiones. Ese es también el objetivo de este formidable relato. Cervantino, popular, sentimental…
Leánlo. Por placer.
