
He leído Absolución, de Luis Landero, de un tirón, atrapado inicialmente por el escenario (“más que los hechos, contaba el escenario”) y, definitivamente, por unos personajes (el permanente y los pasajeros) de pura ficción, casi estrafalarios, a través de los que nos enfrentamos al sentido del hecho de vivir desde la frontera entre la convención y la libertad, la perplejidad y la comprensión, la corrección social y la autenticidad, la insatisfacción y el desvarío.
La novela de Landero es pura literatura: todo eso, que desasosiega, se reconoce al final, cuando el relato ha terminado o, mejor, cuando se alcanza el final que el autor ha decidido. Entre tanto, el deleite de la narración subyuga, su compleja sencillez emociona, su humor relaja. Por eso se lee de manera apasionada y, luego, una vez entronizado el libro en la estantería, entre las obras anteriores del autor extremeño, el regusto desvela.
Juegos de la edad tardía descubrió a un narrador excepcional. Absolución, su séptima novela, puede resultar aún más apasionante que sus anteriores textos. Su brillantez para el relato de las historias íntimas, su capacidad para emocionar con historias aparentemente sencillas, en esta ocasión alcanzan una dimensión superior. Como si no importara, ahí queda una reflexión pendiente (para el lector) sobre el sentido del vivir, sobre la familia y la riqueza, sobre el amor y la pareja, sobre la religión y la cultura, sobre la pasión y la felicidad, el destino y la culpa.
A través de una historia de detalles, un libro memorable.
No puedo esconder mi predilección por Landero. Tampoco que en esta ocasión me ha desbordado. Puede ser que el invierno sea propicio para la insatisfacción y la perplejidad. Y esto también abunda en Absolución.
