Nobel de la Paz para el final del sueño europeo. ¿O no?

Estimados miembros del Comité del Parlamento Europeo que concede el Premio Nobel de la Paz:

Quizás pueda resultar extraño que un ciudadano, sin título ni representación, se atreva a agradecer y reconocer los méritos del galardón, tan preciado como a veces contradictorio, que acaban de conceder a la Unión Europea. En nombre de quienes hemos deseado ser sencillamente europeos e incluso en algún momento hemos conseguido parecerlo, muchas gracias.

Europa ha sido el sueño político de más alto aliento que se ha tratado de construir en el mundo en toda la era moderna, tras la Revolución Francesa; a la altura, como mínimo, de la constitución de los Estados Unidos de América o los procesos de independencia de los países latinoamericanos o las antiguas colonias asiáticas y africanas, aventuras lastradas en todo caso por la desigualdad y la injusticia que produjeron.

La Unión Europea ha sido el proyecto cultural, social, político y no solo económico imaginado para construir definitivamente la paz sobre las cenizas de un continente asolado, masacrado y dividido por la barbarie de una historia, unos dirigentes y unas politicas que agostaron el impulso intelectual de un espacio, cultural y social, prodigioso. La Europa que alumbró los momentos más relevantes del pensamiento universal también dio pie a algunas de las barbaries más brutales imaginadas por el hombre contra el hombre.

Estimulados por su mejor tradición cultural, por los hitos de un pensamiento que elevó al ser humano al centro de la reflexión y la acción política y por dirigentes con perspectiva de largo futuro, mediado el pasado siglo unos pocos hombres lanzaron la idea de construir un entramado jurídico para reimpulsar un sueño de respeto, libertad y cooperación. La vieja Europa quiso reencontrar de esta manera lo mejor de sí misma para evitar para siempre lo peor que ella misma había generado.

Quizás otras instituciones u otros ciudadanos podrían reclamar este año el reconocimiento del Premio Nobel de la Paz, porque este mundo, pese a su miserable realidad cotidiana, también es capaz de generar iniciativas meritorias, solidarias, sencillamente humanas. Sin embargo, quizás no pudieran confrontarse con este proyecto supremo de la voluntad colectiva del viejo continente. La Unión Europea alumbró una nueva Europa: primero, cerró la división y la guerra entre sus habitantes y sus propias naciones, anatematizó las ideologías más funestas y la violencia del hombre convertido en bestia; luego, alentó espacios de reflexión y cooperación en favor de todos los ciudadanos, incluidos los menos favorecidos, y nos hizo sentir el orgullo de entrever un horizonte en el que la igualdad y la libertad podían expandirse más allá de los estados en un espacio de derecho, bienestar y solidaridad en el que los ciudadanos se sintieran plenamente reconocidos y las necesidades materiales encontraran soluciones en otros lugares impensables. Así se establecieron mecanismos para que los países más lentos o atrasados dispusieran de medios, ofrecidos por los más rápidos o avanzados, para defender un espacio común en búsqueda del equilibrio y la atención de todos.

No todo resultó tan bello ni tan sencillo, porque el entramado jurídico creado siempre resultó demasiado débil para la ambición de las expectativas. En todo caso este relato responde a lo que pudo ser más que a lo que Europa ha sido, porque no se analizan los logros sino las ilusiones. En la vida diaria faltaron apoyos y ambiciones compartidas con denuedo y generosidad, pero hemos vivido sin que Alemania nos diera miedo y sin que España nos diera pena, siempre conscientes de que podíamos llegar mucho más lejos.

Hubo momentos más dados a la ilusión que al hastío o la impotencia, pero también hubo tiempo, cada vez en mayor medida, para la decepción. Quizás no fuimos capaces de evitar el lastre que contenía el proyecto. Olvidamos que el capitalismo no podía ahormar el sueño al que aspirábamos ni los nacionalismos favorecían la solidaridad imprescindible. Por eso tropezamos multitud de veces, por eso ignoramos las recomendaciones de los más lúcidos, por eso ralentizamos el proceso, por eso nos hundimos en nuestro propio ombligo sin darnos cuenta de que nuestra razón de ser debía estar en África, en Latinoamérica, en la igualdad sin fronteras, y nos amenazó el virus de la desilusión y la desesperación.

Dejamos en manos de políticos cicateros, sin aliento de grandeza ni futuro, el gran sueño de una sociedad justa. Y así, a cada paso hacia adelante, le seguían centenares de dudas, numerosos tropezones, marchas atrás. El proceso se hizo, de tan premioso, exasperante. Las mejores ideas fracasaban en la impotencia, la falta de recursos financieros y el cortoplacismo de unas élites sólo preocupadas por el horizonte de su propia nariz y la defensa de una soberanía raquítica que la realidad ha hecho trizas para ponerla al cobijo de la especulación, el fraude y el más mediocre de los egoísmos.

Los ciudadanos tampoco podemos sentirnos orgullosos. No hemos exigido ni antepuesto nuestra condición de europeos por encima de la reivindicación paleta de nuestro patio doméstico.

Señores del Comité del Nobel de la Paz, por todo lo dicho me siento en la obligación de reconocer su buena voluntad. Resulta curioso que su iniciativa se lleve a cabo desde un país que ha rehusado incorporarse al proyecto que ustedes, representantes políticos de esa ciudadanía ajena, elogian y que lo hayan hecho en un momento en que casi nadie querría apuntarse a un club en descomposición, si no descompuesto.

Por eso, mi única manera de agradecer sinceramente este detalle, este premio al sueño que estamos a punto de perder, debo acompañarla con la más brutal de las paradojas:

Reclamo el fin de la Unión Europea.

Es necesario que así sea. Urge que Grecia, Portugal, España, Italia y, a ser posible, Francia acudan al próximo Consejo Europeo para anunciar su marcha, para denunciar el resurgimiento del totalitarismo que la fundación de la Europa común quiso abolir; para argumentar que estamos de nuevo bajo el mismo yugo económico, político y conceptual de un país enrocado en su egocentrismo aniquilador, que ya ha generado además un nuevo reicht. Así no merece la pena mantener el sueño.

El Reino Unido, es verdad, tampoco cuenta: ha sido un socio egoísta y cicatero y muchos de los países del norte han cedido a la presión o al miedo de ultraderecha que han envenenado a sus sociedades. Ellos, que fueron, en sus mejores momentos, adalides del bienestar y la solidaridad.

Tampoco los países del sur merecemos excesivas lisonjas. Ni siquiera hemos tenido la grandeza de ser agradecidos, de reconocer hasta qué punto hemos disfrutado de los recursos que otros pusieron en nuestras manos y hemos recelado de esos otros, como si el síndrome de la autarquía aún siguiera en nuestras cabezas para glosar tiempos pasados o justificar sueños imposibles, si no ridículos a la vista de lo que perdemos.

Es verdad que no fuimos capaz de crear un auténtico espacio democrático, pero esa no es una casualidad sino el fundo del problema.

El capitalismo explotó contra los afanes de justicia, libertad e igualdad. El nacionalismo se convirtió en el instrumento irrefutable para impedir los avances necesarios. Europa es un proyecto ridículo del uno por ciento del presupuesto de los estados. Y lo peor, bajo el control y la hegemonía de las fórmulas que no quisimos. Sin una democracia europea, las democracias nacionales arrasaron la libertad y la justicia. Ocurrió en su momento. Hemos vuelto.

Por eso, señoras y señores del Consejo, mi gratitud reclama este drama o, tal vez, esta tragedia: sólo el pánico parece capaz en estos lares de alentar el sueño. Sin ese  miedo a que el futuro repita el pasado, aceptamos que unos pocos ganen lo que otros muchos pierden y, por imperativos económicos, nos doblegamos ante la ambición de la Alemania que ha decidido otra vez aniquilar al resto.

El capitalismo y el nacionalismo aniquilan y destruyen la solidaridad y el aliento ciudadano y colectivo. Gracias a ellos, las mejores ideas de esta Europa que alentó la democracia y el pensamiento más insobornablemente humano perecen, de nuevo, ante la ramplonería crepuscular de unos políticos repugnantes, que entienden el poder como un instrumento para defender intereses, aunque sea mediante el aniquilamiento del otro.

Gracias, miembros del Consejo, por reconocer la ilusión de nuestro sueño, pero permítanme que, al agradecerlo, sólo pueda responder con la honestidad que su generosidad reclama. A la Unión Europea que alentó nuestras expectativas nos la hemos cargado nosotros mismos. Unos más que otros. Tal vez porque algunos lleven en su subconsciente su negativa a sentirse iguales al resto y así no se puede construir un espacio de libertad, igualdad y ciudadanía.

Hasta los ángeles de la guarda tienen uno, o dos, pasados turbulentos. Es lo que siento y lo que alcanzo a expresar en medio de un gripazo: real y metafórico.

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