Pitos al deporte contaminado

Hace unos días recogía en la sección de Letras algunos aforismos (él prefiere llamarlos pecios) de Rafael Sánchez Ferlosio, incluidos en su último libro, Campo de retamas, una obra, como todas las de este autor, llena de inteligencia, profundidad y sorpresas.

“– La bandera no es más que un mero símbolo.

– Mero símbolo, mero símbolo… ¡De tales “meros” nos guarde Dios!”.

o

“– Las banderas no son más que retales de tela coloreados.

– Ya, ya, coloreados… ¡Coloreados por el Diablo!”

Creo recordar otro aforismo parecido a cuyo autor –¿un viñetista?– no puedo identificar: “Hay himnos que carga el diablo”. Un diablo perfectamente identificable que carga estos símbolos de ardor guerrero y los convierte en objetivo bélico, ya sea para el ataque o la defensa, que no es sino otra forma de ataque cuando se emplean armamentos mortales.

Cuando estos símbolos se proyectan sobre un espacio pasional, y también simbólico, como un desfile militar o un estadio deportivo, las banderas y los himnos se transforman en objeto de disputa, de confrontación y conflicto; la competencia y el afán de victoria, los únicos reconocidos y valorados en  esos ámbitos, alientan la bronca hasta la confrontación entre las masas y los individuos.

El himno español arrastra todavía el lastre de la dictadura que se lo impuso a la ciudadanía por la fuerza y la insistencia como expresión de ella misma. Pese a los esfuerzos de Carrillo y otros personajes menos relevantes, que buscaron su dignificación en los primeros años de la Transición, el himno español aún sigue lejos de constituir un verdadero símbolo de identificación colectiva. ¿Ni falta que hace?

Sólo el desprecio al himno que esporádicamente exhiben determinados grupos, más o menos amplios, invita a articular un cierto rearme del himno como elemento simbólico. Entre nacionalismos anda el juego. Unos contra otros, ellos y nosotros, nativos y extranjeros, tutsis y hutus, cosas de tribus. En ello estamos.

La soberana pitada al himno español, en el momento que el monarca aparecía en el palco del estadio en los prolegómenos de la final de la Copa del Rey de fútbol, ha devuelto este viejo asunto a la disputa política. ¿Es penable, reprobable, justa o irrelevante? Tal vez, molesta: ¿por qué tan mal rollo para inaugurar una fiesta? Quizás, impropia: si las reglas de la competición están marcadas, ¿a qué viene despreciarlas en el último momento, si se podía haber hecho al principio, negándose a participar? Tal vez reprobable, sí, por una cursi defensa de las buenas maneras y, sobre todo, por lo que representa: porque ensalza la exclusión y niega el respeto al que piensa distinto. De la misma manera que es reprobable el intento del gobierno de satanizar a los que pitan, por lo mismo: porque con ello ensalza la exclusión y niega el respeto al que piensa distinto. Los que no sentimos la necesidad de músicas o banderas que nos confundan o nos expliquen, tanto da, si no es lo mismo, nos echamos las manos a la cabeza; para taparnos los oídos.

 

Sorprende la neutralidad de la supuesta izquierda bienpensante, porque no reniega del nacionalismo, porque no defiende la tolerancia, porque se empeña en considerar por separado a estas alturas y en estas circunstancias al deporte y a la política. Los jugadores son los primeros en apuntarse a tal argumentario con manifestaciones que prenden en los más ingenuos o los más acríticos. Con ellos, explican, no va la guerra, aunque acepten ser utilizados, sin rechistar, porque lo es a buen precio, como instrumento de agitación por parte de sus los verdaderos patronos de las ideas que otros reproducen.

También acuden al debate individuos que reconocen un cierto resquemor para identificarse con el himno, aunque sin aversión ni crítica a la usurpación simbólica del deporte por valores indentitarios: la roja o clubes tan relevantes como el Athletic, el Barça, la Real u Osasuna, prestos a amplificar ideas ajenas a su propia naturaleza. El Real Madrid también tiene lo suyo, aunque resulte más añejo.

Todo esto se asume porque nadie parece dispuesto a reducir el deporte a su verdadero ámbito y porque muchos individuos con poder desean utilizarlo en su beneficio: económico, ideológico o lo que sea.

Puede parecer una quimera, pero el deporte solo puede considerarse tal o merecedor de ese nombre cuando se limita a la práctica deportiva y a una acción lúdica. Lo demás es espectáculo deportivo y debe atenerse a las normas que la sociedad acepta para la actividad comercial y económica, excluyendo a través de reglas concretas la opción simbólica.

Ni el Real Madrid ni el Barça ni ninguno de los que vienen detrás tienen derecho a usurpar identidades que no les corresponden. Pero solo cuando reduzcan su valor al de meras empresas, orientadas al negocio, a través de la producción de espectáculos orientados al ocio (a muy buen precio) será posible suprimir los himnos de las competiciones deportivas.

A partir de ahí carecerán de sentido las denominadas selecciones nacionales sobre las que se han basado elementos identitarios tan significativos como adulterados. Y, a la postre, será posible suprimir los himnos de las competiciones deportivas: ya sean copas, ligas o juegos olímpicos.

No obstante, bien pudiera trazarse un recorrido inverso, más sencillo: eliminar los himnos de los estadios, prohibir la injerencia de las instituciones y las ayudas públicas a los clubes, impedir el uso de materiales espurios (camisetas, logos, publicidades, etc.) que invaden territorios que reclaman el respeto colectivo, acabar con los palcos de honor… hasta llegar a convertir a los clubs en no más que una empresa, no más que un negocio, no más que un instrumento de manipulación y enajenación. Y que los paguen los que acepten sus consecuencias. Sin subterfugios.

(Que nadie se alborote. Todo lo dicho carece de la más mínima posibilidad de que alguien en su pleno juicio lo asuma y lo defienda en público. Pero si da que pensar –a mí, al menos–, es suficiente; me entretengo).

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