
La euforia desatada tras el éxito europeo de la selección española de fútbol ha generado opiniones mayoritariamente positivas, y tal vez demasiado optimistas, que expresan valores metadeportivos tan importantes socialmente como la integración racial, la aceptación de una identidad pluricultural, el sentido de pertenencia a un colectivo sin más condición que la voluntad del demandante, el respeto a un proyecto cohesionador desde posiciones diferentes o favorecedor de la solidaridad con personas en situaciones verdaderamente graves… (El ejemplo de esto último lo aportó María, una niña con un cáncer incurable convertida en protagonista de un festejo multitudinario y que en medio del alboroto provocó un impacto emocional que sirvió de contrapunto a la habitual banalización de celebraciones similares).
Algo de lo escrito hasta ahora se ha podido interpretar a partir del éxito de La Roja, el Campeonato de Europa conquistado por la selección española de fútbol. Pero nada resultaría más falso, e incluso más falaz, que pensar que los efectos benéficos de un mero acontecimiento deportivo se van a instalar, a partir de ahora y de manera permanente, en la realidad sociológica de España. Pueden servir de aldabonazo respecto a ciertos valores en determinadas situaciones, pero en ningún caso bastarán para abolir ni siquiera a corto plazo las profundas contradicciones de la competición. Algunas ya se produjeron en medio de los festejos supuestamente ejemplares.
No faltaron instantes decepcionantes o contradictorios. Como el saludo despectivo del segundo capitán de la selección española al presidente del Gobierno, extemporáneo y opuesto al contexto y al ambiente generado a partir de lo ocurrido sobre el terreno de juego. Otro ejemplo: el anacrónico “Gibraltar, español” reivindicado hasta el absurdo por profesionales que ejercen o han ejercido su profesión precisamente en Inglaterra.
Más allá de esos contrapuntos, cabe desear que los efectos sociales positivos del triunfo deportivo estimulen una reflexión colectiva e incluso un cambio de actitudes en aspectos fundamentales para la convivencia ciudadana. Las reivindicaciones del fútbol femenino, por ejemplo, han tenido efectos favorables en la sociedad española. No definitivos ni absolutos, pero sí estimuladores de actitudes más razonables respecto a las que parecían poco menos que irreversibles. Por esa misma vía, cabe desear que una nueva mirada sobre el fútbol de la más alta competición ponga en entredicho múltiples perspectivas o conclusiones falaces profundamente arraigadas en el pensamiento colectivo.
¿Puede favorecer el deporte una convivencia cargada de matices? ¿El deporte que exacerba la competencia puede estimular el respeto o se trata de un oxímoron? ¿Cabe imaginar una reflexión integradora a partir de realidades e intereses contrapuestos? ¿O se trata de impresiones efímeras que carecerán de estímulos perdurables más allá de una competición exitosa? Cabe temerlo.
Nota. El 19 de julio encuentro el Eldiario.es este comentario de Santiafo Alba Rico: Odiar el fútbol. Me sumo a esa reflexión.
