
Amadeus viajó durante todo el día desde Stuttgart para llegar a la cena de fin de año en un pueblo del Vallés Oriental. Allí podría encontrar a Johan, amigo desde los tiempos universitarios, y a su mujer, Carmela. Aquella mañana había sentido la necesidad de escapar de su entorno habitual y de distraerse junto al compañero de tanto tiempo. No le dio más vueltas. Ni siquiera advirtió de su intención a los directamente interesados, aunque pensaba alojarse en su casa; solo a mitad del camino le avisó de que le quedaban unas horas para llegar al destino, que le esperaran.
Carmela ya había decidido que acompañarían a su hermana, Lola, temerosa de pudiera estar sola en una noche como esa. Al saber del viaje de Amadeus pensó que no habría problema para que se sumara a una cena tan íntima; estaban acostumbrados a recibir a gente. La nueva incorporación ayudaría a acallar la nostalgia de los en esta ocasión ausentes.
Mientras Amadeus recorría sin pausa las autopistas francesas, Lola recibía en su casa a dos cuñados llegados desde el centro de España que, también solos en esta ocasión, quisieron compartir con ella la fiesta íntima, sin saber que se sumaría Carmela. Al conocer la evolución de las celebraciones, los hijos de Lola y sus nietos, y hasta la madre de una de las nueras, decidieron sumarse al festejo. Así, sin saber cómo, se sentaron a la mesa catorce personas que habían previsto una celebración en la más estricta soledad. Y así Amadeus se vio en medio del tumulto festivo de un fin de año a la española rodeado por personas a las que probablemente no volvería a ver en su vida.
Una mesa cuidadosamente adornada, con copas, velas y espumillones anunciaba las múltiples expectativas que se abrían a aquella convocatoria imprevista. Iba a ser una fiesta y todos se habían predispuesto para ella, desde el propio Amadeus hasta el pequeño Aitor, el más ajeno, por meras razones de edad, a lo que aquel encuentro significaba.
El concepto del tiempo (zeit) es más abstracto que el del espacio (platz), pensó Garcilaso, uno de los vecinos madrileños. ¿Tenía sentido esa reflexión para comprender los diferentes sentidos de la celebración que allí se concitaban? Sobre lo uno y lo otro se impondría, a buen seguro, la celebración y el ánimo de cada uno de los participantes para encontrar ilusiones comunes. Así surge y así se explica la fiesta.
Hubo comida en abundancia, consumida a un ritmo frenético, y sobró tiempo para esperar la llegada de la medianoche y el nuevo año a través de la televisión. A esas horas ya estaban listos el cava, las serpentinas, los matasuegras y toda la parafernalia del cotillón hispano. Concluidas las campanadas y las uvas, Amadeus quiso invitar a sus anfitriones a poner un punto germánico a la celebración; todo un detalle.
Había traído unos pequeños artefactos pirotécnicos y la terraza de la casa de Lola ofrecía un espacio adecuado para lanzar al aire sus mensajes de felicidad. La temperatura acompañaba y los asistentes aprestaron a disfrutar de una celebración inédita. Los primeros cohetes subieron al aire para ofrecer el ruido y el color que el momento demandaba. De repente, la caja se volcó y los explosivos cambiaron de dirección, zigzagueando hacia la vivienda y atropellando a quienes fueron atrapados por el miedo y la sorpresa.
Mientras unos buscaban la protección del comedor y cerraban las cristaleras que lo separaban de la terraza, otros se quejaban del impacto de algunos cartuchos e incluso de quemaduras en distintas partes del cuerpo. Claudia, que no había salido de la vivienda, sentía picores en las piernas y la rotura de sus medias delataba que lo suyo era más que un susto. Mariela se arremangaba la blusa para comprobar el moratón que adornaba su brazo. Carmela rascaba los vaqueros que habían amortiguado los golpes que la impactaron. Jaime reclamaba atención para una quemadura que le había rasgado el costado tras marcar con humo la camisa. No era broma, debió pensar Rajoy, aunque no estaba invitado a la celebración. Él, no.
Unos minutos de tensa calma, más susurros que silencio. Amadeus confesaba a Johan su confusión, su desazón por aquel error desafortunado, un infortunio que varió la dirección de los cohetes y transformó la alegría del festejo en el susto de un accidente con huellas. No duró el miedo. Las lesiones no parecían preocupantes y la alegría retornó a la mesa. Los gintonics contribuyeron a refrescar las sonrisas perdidas.
Los reunidos empezaron a disgregarse. Recuperados los afectados de sus lesiones, el mayor damnificado de aquella noche fue el propio Amadeus. Había llegado a una fiesta que no había previsto, que le había sorprendido (¿cuánto hay que pagar por la cena?, preguntó en mitad del festejo) y que se encargó de hacerla, sin quererlo, inolvidable.
Un día después Amadeus padecía fiebre, vómitos, mareos… Algo le había sentado mal. ¿Una ensaladilla de la comida del día 1? ¿Un alioli indigesto de la cena posterior? ¿Algún sashimi del almuerzo de la fecha siguiente? ¿O simplemente un efecto pirotécnico?
