Diario. Febrero 2016

Día 29. Extraño

Este día extra de los años bisiestos debería dedicarse a algo especial. A eso que se posterga por las prisas, por las ocupaciones, por lo urgente, aunque cada vez que se recuerda parezca importante. No es posible: necesitaríamos que todo el año fuera 29 de febrero. 

Aprovecho el día extra para releer a un imprescindible. A Bertolt Brecht:

Frente a los irreflexivos, que nunca dudan,

están los reflexivos, que nunca actúan.

No dudan para llegar a la decisión, sino

para eludir la decisión. Las cabezas

sólo las utilizan para sacudirlas.

Con aire grave advierten contra el agua

a los pasajeros de las naves que se hunden.

El riesgo existe.

Día 25. Cela

Mientras los responsables debaten todavía sobre cómo celebrar el cuarto centenario de la muerte de Cervantes –y eso que el 23 de abril está ya a la vuelta de la esquina–, parecen muy avanzados –para eso tiene una fundación– los festejos del centenario del nacimiento de Camilo José Cela. Ambos acogieron bajo su nombre a un escritor y a un personaje, y en ambas facetas el príncipe fue muy superior al marqués no solo por razones nobiliarias sino también por ingenio, reconocimiento y dignidad.

No tuve oportunidad de hablar cara a cara con Cervantes y, en consecuencia, de pedirle consejos que orientaran mi propósito de unir palabras con relativa coherencia y armonía. Sí la tuve con Cela. Una de ellas, en el Colegio Arzobispo Fonseca de Salamanca. Le hice una entrevista. Me recibió cubierto con un batín bajo el que asomaban sus piernas y los calcetines que cubrían sus pies. Concluidas las preguntas, le trasladé la petición del fotógrafo.

– La foto, don Camilo, quedaría mejor en el claustro que en la habitación.

– Sí, hombre, sí. Ahí voy a salir yo, en calzoncillos…

La bata los ocultó.

En la despedida le dije cuánto admiraba la naturalidad de su escritura. Le pregunté, con la espontaneidad de mis pocos años.

– ¿Eso, cómo se consigue?

– ¡Tachando, hijo, tachando!

La respuesta sonó tan tajante como brusca, casi airada. Sin embargo, me liberó de una pesadilla. Hasta entonces me obsesionaba que, para escribir el primer párrafo de un artículo, tenía que tirar veinte folios apenas iniciados a la papelera. Quería escribir de corrido. Aquel día descubrí que nunca se tacha demasiado.

Día 24. … y un día

Amaneció un día mejor iluminado. Acudí a la notaría a media mañana, siempre con la radio calada en las orejas. El trajín era enorme, similar, aunque en diferente escala –pensé entonces–, al que describían los periodistas desde las inmediaciones del Congreso y al que yo mismo podía ver en un televisor instalado en el amplísimo y superpoblado vestíbulo, entre cuchicheos inciertos y evidentes enojos. Gentes, todas, vestidas de gris. Me mentalicé para, llegado el caso, negar lo que pensaba.

Abandoné aquel antro de otro tiempo cuando el Congreso había sido liberado en medio de la indignación de no pocos trabajadores de la notaría. Me dirigí al despacho del abogado, que, como había previsto, no estaba. Dejé los documentos en la conserjería y regresé a Salamanca, porque mi hija, ahora, también podía estar segura conmigo.

No volví a hablar con el abogado hasta tres años más tarde. Le llamé al saber que me habían denegado el pasaporte por tener antecedentes penales.

– Claro, es que estás condenado en firme. No recurrimos la sentencia.

– Pero yo le dejé la documentación como usted me dijo.

– Yo no recibí nada. Nunca volví a saber del asunto. Pensé que habías desistido.

Quince días más tarde de esta conversación recibí un documento certificado. Era del Supremo. Me comunicaba que la documentación remitida por la Audiencia de Valladolid acaba de ser registrada en el Tribunal Supremo: disponía de quince días para presentar recurso.

Volví a hablar con el abogado. Le recordé las circunstancias que rodearon nuestro primer encuentro y reconoció que había pasado varios días sin apenas dormir y que tal vez…

Tres años para viajar de Valladolid a Madrid, algo que ahora, con el AVE, se hace en 40 minutos. Otras muchas cosas siguieron sin cambiar. A mí, de hecho, me ratificaron como culpable. Y tuve que arrostrar, con orgullo–eso pensaba–, la condición de delincuente. Los que asaltaron el Congreso es posible que hicieran lo mismo. Aunque no existiera entre ambas circunstancias la más mínima coincidencia.

Día 23. Hace 35 años…

Debían ser las seis y poco de la tarde. Estaba en Madrid. Acababa de reunirme con el responsable del equipo jurídico de El País –creo recordar que se llamaba Carlos Córdova– en su despacho particular. Había aceptado defenderme ante el Supremo del delito de injurias por el que acababa de condenarme la Audiencia provincial de Valladolid y, además, me había animado a confiar en una solución favorable.

Aquella condena parecía de otra época, aunque no tan lejana. De eso habíamos hablado. Los hechos no merecían la severidad de la sanción y las pruebas contradecían lo que se declaraba probado. A fin de cuentas, había escrito solo un poco de lo que podía demostrar. Sin embargo, el fiscal vallisoletano, rojo de ira, me había insultado, había solicitado un castigo ejemplar, porque, lo dijo tal cual, ¡qué se han creído que son estos periodistas! Y el juez le comprendió hasta el punto de que se adhirió a la propuesta.

– No te preocupes, todo esto está cambiando. Mañana me dejas un poder notarial con el resto de la documentación y te despreocupas. Yo te iré contando.

Así, confiado en el futuro, entré en una pequeña papelería próxima al despacho del abogado para comprar no recuerdo si recambios para la pluma estilográfica o algo similar. La tienda era minúscula: un mostrador de un par de metros de largo frente a la puerta de acceso, unas estanterías con lápices, bolígrafos, blocks, carpetas, y una cortina estampada, de cretona, que ocultaba lo que cabía suponer como trastienda. No había nadie. Alcé la voz.

– Hola… Buenas tardes…

Tras la cortina, apareció al fin, apresurada, inquieta, una mujer de mediana edad, pequeña.

– ¡Dios mío, dios mío…!

– Señora…

– Guardias civiles, guardias civiles… Lo dice la radio. Dios mío, dios mío. ¡Acaban de entrar en el Congreso!

– Señora…

Creo que hice la compra prevista, pero no lo recuerdo; corrí hacia el coche, puse la radio y me hice fuerte dentro del cuatrolatas, por lo que pudiera pasar.

Transcurridas unas horas llamé a mis padres por teléfono. Vivían en Salamanca y con ellos había dejado a mi, entonces, única hija.

– No te preocupes por la niña. Está muy bien y, hoy, aquí, mucho más segura conmigo que contigo.

Me sorprendió, pero no había duda. Mi padre tenía razón.

Por la noche acudí a la Carrera de San Jerónimo, vi a José María García moviéndose encima de la furgoneta, leí El País y, a la postre, dormí en casa de una amiga. Cuando nada se puede hacer, suelo pensar para qué preocuparse; ¿ayudaría en algo? Antes recordé la profecía del abogado: “todo esto está cambiando”.

Apenas unas horas después la posible revocación de la sentencia era ya lo de menos.

Día 14. Aniversario

Veinte años del asesinato de Francisco Tomás y Valiente. Lo recuerda su hijo en un escrito distribuido a través de la agencia Efe. No he podido olvidar el impacto de su muerte. Había aprendido a respetarle en su etapa como catedrático de la Universidad de Salamanca, por su militancia a favor de los derechos humanos y contra la pena de muerte, durante una dictadura que se despedía con ejecuciones. A él lo ejecutaron otros bárbaros porque había sido presidente del Tribunal Constitucional, porque enseñaba historia del derecho y porque, tal vez, simplemente, era una persona decente –en el buen sentido de la palabra, bueno, como resume Quico con palabras de Antonio Machado. Yo recordaré una entrevista, tan sencilla como amables, en su despacho del Constitucional para hablar sobre Salamanca en Casa Grande. Y recordaré que, siendo tan poco dado a las manifestaciones públicas, no pude reprimir  alguna lágrima en el velatorio de aquella noche bajo la conmoción de su muerte. 

Día 8. Misión

Hay días o circunstancias en las que nos deslumbra la misión para la que creemos haber sido llamados. A unos ese descubrimiento del sentido de la vida les acelera el pulso, al modo del speed; a otros nos acongoja, como si de un lexatin melancólico se tratara. Entre lo uno y lo otro, mejor optar por el estoicismo en su sentido clásico o el carpe diem cuando la tribulación abruma.

Día 7. Suplantación

Andaba ayer afanado en cuestiones como el desdoblamiento de personalidad y el autoconocimiento. O sea, matando moscas con el rabo, como acostumbra el diablo que nada tiene que hacer. Y esta mañana encuentro una respuesta de Enrique Vila-Matas a Juan Cruz en El País: “la creencia de que tenemos una personalidad compacta se rompió hace mucho tiempo”. Me consuela: hablar con uno mismo no es descabellado, tampoco desconocerse a uno mismo.

¿Y quién es Vila-Matas? , pregunta el periodista. El escritor responde: “Alguien que ha llegado hasta aquí escribiendo toda la vida, buscando saber algo sobre sí mismo y que cada vez se desconoce más gracias a la literatura”.

¿Será, entonces, Vila-Matas, y no yo, la persona a la que veo veo en el espejo o el interlocutor con el que converso en mis soliloquios? De ahora en adelante, ya no cabe duda, usaré el usted en esas charlas. Por si acaso.

Día 6. Soliloquio

A veces me sorprendo hablando conmigo mismo: irónicamente, si observo por casualidad mi reflejo en cristal; más en serio, si ocurre sin excusa o motivo descifrable. Me asombra en cualquier caso que siempre me trato de tú, y no con el usted que merezco; máxime tratándose de una persona a la que conozco tan poco.

Día 1. Tiempo 3

Uno de mis hermanos dice que está viviendo “un tiempo fuera del tiempo”. Una descripción formidable. No se trata de un periodo extra, sino de un momento en el que el tiempo acapara el espacio y define la experiencia; la suya y la nuestra. Es también el tiempo más intenso; porque, por encima de todo, es el tiempo de la vida, el que la amplifica y la ejecuta.

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