El olor y el aposento

La princesa Leonor se hace mayor de edad y se remueven la tribuna e incluso los escaños del Congreso. Los medios de comunicación ensalzan una ceremonia fastuosa, aunque carente de eficacia alguna, como expresión del valor simbólico del acto. El observador no acierta a discernir qué es peor: si la inutilidad de ese momento de papel couché o el simbolismo del que se pretende revestir a una institución más teologal que ciudadana.

Sirviendo para tan poco (o mejor dicho, para nada), cualquier afán de la institución por asomar la cabeza solo conduce al hastío y, lo que es aún peor, al desprecio de quienes representan la desigualdad absoluta entre quienes madrugan para alcanzar un salario escaso y quienes amontonan colecciones reales.

La monarquía es un disparate. Y la entronización de la tal Leonor deshonra a una sociedad que dice basarse, con escaso éxito, en la igualdad de todos los ciudadanos que la integran.

Un detalle más del absurdo: al parecer, la princesa se legitima y dignifica mediante su formación militar. Si se tratara de una representación digna de respeto, tal vez debieran primar valores y saberes como los humanísticos o científicos, bien ajenos a los castrenses. Pero esta es la opción real, ratificadora de la estupidez del tinglado donde su majestad propone asentar sus propias posaderas.

Llegados a ese espacio, convendría reflexionar sobre la similitud del olor y la desigualdad del aposento.

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