Resueltos los pequeños trámites que me habían llevado al centro de Plasencia y antes de regresar al parking donde había dejado el coche, decidí pasear por algunos paisajes de mi infancia. Merodeé por calles y plazuelas que correteé cuando niño, busqué las casas originales de las abuelas Manuela y Fidela; equidistantes, aunque en dirección contraria, de la iglesia de San Pedro, donde tantos allegados me animaban a ser cura. De repente, tuve una cierta sensación de extravío. Algo había desaparecido del paisaje. Un edificio, singular para los curiosos y relevante para mí, que durante mucho tiempo había lucido una placa que proclamaba su carácter representativo de la arquitectura popular placentina. La piqueta lo ha arrasado, sin piedad. Albergaba en la segunda planta la vivienda de la abuela Fidela y, en la primera, la de don Demetrio, mi maestro, que incluía el huerto que cuidaba doña Tomasa, presidido y sombreado por una enorme higuera centenaria. La piqueta ha arrasado también otros edificios superpuestos o colindantes con la muralla, de la que, aunque agobiada por las edificaciones, aún resiste la puerta del Clavero. Este solar céntrico y enorme constata, me dije, la derrota inexorable de aquel tiempo.
En aquella casa de la abuela, en la segunda planta… Habíamos salido de paseo con mis padres y mis hermanos, que por entonces solo debíamos ser cinco. Al final de la calle del Rey, alguien preguntó por Ana, la única hermana. Yo conducía el carrito, pero ella no estaba allí. Había desaparecido. Los padres giraron sore sus pasos y yo, impulsado por una intuición que no pude explicar, me eché a correr hacia la casa de doña Fidela, que así la llamaban sus vecinos y conocidos.
Subí a la segunda planta, llamé al picaporte y mi abuela abrió la puerta.
– Ana Mari, aquí está tu hermano Jesús.
Me eché a llorar. Tiempo después recordaban mi reacción: temblando, corrí a abrazarla.
– Hermanita de mi alma, que susto me has dado.
Poco después llegaron los padres. Regañaron a la niña, tal vez por díscola, pero conmigo no se atrevieron… después del llanto que les contó la abuela.
De aquella casa suprimida del callejero y del catálogo de edificios singulares, guardo también la mejor lección de anatomía que recibí en mi vida. Aquella mañana, al entrar en la escuela (entonces no se hablaba de aulas), don Demetrio se acercó a mí y muy bajito me indicó:
– Vete ahora mismo a mi casa y que doña Tomasa te enseñe lo que hay en el balcón.
Allí llegué. Me esperaban. Me sacaron a la terraza desde la que se contemplaban el huerto y la higuera. Colgado sobre la baranda, el cuerpo abierto en canal de un ciervo. Doña Tomasa, que también era maestra, aunque no ejerciente, me explicó las entrañas de aquel animal: el corazón, los riñones, la tráquea, las costillas, la cabeza…
En aquel rato, que disfruté como excepcional, aprendí mucho más que en apartado correspondiente a las ciencias naturales de la enciclopedia Álvarez.
Cuando regresé a la escuela, siendo el más pequeño de la clase, me sentí el más importante de todos los compañeros.
Y ahora, así, sin previo aviso, todo arrasado. Mi memoria se ha cubierto de nostalgia, Y también, de una enorme tristeza.
(Encuentro este relato por casualidad entre mis papeles (en realidad, escritos en ordenador. Lo redacté el 28 de junio de 2023. La próxima vez que pase por Plasencia comprobaré aquellos recuerdos son memoria sin rastro)