El cantautor que escuchaba a un niño

 

Conocí a Facundo Cabral hace cuarenta años. Vivíamos aún la dictadura. Él era un cantautor desconocido en España que se refugiaba, a falta de otros espacios en los que le permitieran actuar, en una sala de fiestas salmantina. Yo era un jovencísimo aprendiz de periodista en la escuela de un medio de provincias. Le entrevisté y me cautivó. Mientras él permaneció en aquel garito donde nadie le atendía, todos pendientes de otros asuntos que la dictadura sí consentía, nos vimos algunas tardes. Charlábamos sin más.

Me animó a componer y mis hermanos tuvieron que aguantar que les repitiera, una y otra vez, Ni soy de aquí ni soy de allá o Pobrecito mi patrón. En aquel tiempo en que Atahualpa Yupanqui era un símbolo de la libertad y la igualdad que reivindicábamos a escondidas y José Larralde y Jorge Cafrune nos trasladaban las melodías de una música arraigada a la tierra, Facundo Cabral añadía a las reclamaciones surgidas y urgidas desde su propia experiencia un halo místico.

Facundo Cabral escuchaba. Me escuchaba. Yo apenas había dejado de ser un adolescente, vivía entre perplejidades, pero él me preguntaba y me atendía. Yo le inquiría con la ingenuidad de un muchacho fascinado y, por comprendido, confiado.

Volvimos a vernos. A él ya se le reconocía como un cantautor con crédito, aunque su compromiso poético le alejó demasiadas veces del combate militante.

Sin embargo, por encima de todo, en aquel tiempo en el que me sentí orgulloso de ser su amigo, siempre me pareció un hombre cabal. Salido de la miseria y el abandono, con una voluntad innegociable de proclamar lo que creía. Quizás no forme parte del elenco de los mejores cantautores con los que he podido tratar, pero, por todo lo que he contado, siempre fue del que estuve más orgulloso de haberle conocido.

Hasta hoy, que lo mataron. No lo buscaban a él, pero estaba en la dirección de los disparos. Le amenazaba la enfermedad, pero los sicarios guatemaltecos de la droga le han rematado sin cuidados paliativos.

Le he echado muchas veces de menos. Porque no volví a verlo. Se alejó de la primera línea y de los circuitos habituales. Y hace algunos años me devolvió su presencia un hermano que encontró en México una recopilación de sus mejores canciones, que son también sus mejores poemas.

Siempre le recordaré con admiración: escuchaba. Incluso a un niño.

 

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