
La médula de una sociedad digna o utópica no puede ser otra que la igualdad, porque sin ella el triunvirato de los valores republicanos carece de sentido; la libertad se modula y la fraternidad se transforma en caridad. Por eso, la igualdad debe ser la cuestión central de cualquier reflexión acerca de la manera en que queremos organizar nuestra vida en común; es decir, la convivencia entre todos los humanos. Esa ha sido la idea central que configurado el pensamiento progresista.
Sin embargo, qué lejos queda ese objetivo, qué lentos resultan los pasos que caminan en esa dirección, qué fácilmente se inoculan propósitos en sentido contrario… Por eso, he buscado en las publicaciones de Thomas Piketty datos y argumentos que animen el propósito, o la quimera, de la igualdad. Siempre tan lejos.
No resulta fácil la lectura de los estudios del profesor y pensador francés y, por ello, se le debe agradecer el esfuerzo de concentrar, o resumir, sus reflexiones y acercarlas a un público muy interesado, aunque no especializado, al que la profusión de datos, tablas y perspectivas a veces confunden y enmarañan.
Ese es el primer objetivo del último libro de Thomas Piketti: Una breve historia de la igualdad (Deusto 2021). Tiene otro, tal vez más relevante, estimular al lector a la acción. La defensa de la igualdad requiere esfuerzos y, por ello, frente al pesimismo al que invita la realidad en que vivimos, tal vez resulte necesaria una cierta dosis de optimismo.
Esa es la primera afirmación del profesor Piketti: “La tendencia hacia la igualdad es constatable desde finales del siglo XVIII, pero ha tenido un alcance limitado”. De hecho, “las diversas desigualdades siguen situándose en niveles considerables e injustificados en cualquier caso (estatus, propiedades, poder, ingresos, género, origen, etc.)” y, en consecuencia, “para que la tendencia hacia la igualdad siga su curso, es urgente volver a la historia y trascender las fronteras nacionales”.
Enunciado el punto de partida, se fija el de llegada: ofrecer “un libro de movilización ciudadana” que invita a no desfallecer, a sabiendas de que “la desigualdad es ante todo una construcción social, histórica y política. En otras palabras, para un mismo nivel de desarrollo económico o tecnológico, existen siempre múltiples formas de organizar un régimen de propiedad o un régimen de fronteras, un sistema social y político, un régimen fiscal y educativo. Son elecciones de naturaleza política”.
Está en nuestras manos y sopla una ligera brisa, subterránea, pero favorable. Desde finales del siglo XVIII, explica Piketti, existe una tendencia a largo plazo hacia la igualdad, consecuencia de las luchas y revueltas frente a la injusticia que han permitido transformar las relaciones de poder y derrocar las instituciones en que se han basado las clases dominantes para estructurar la desigualdad social en su propio beneficio, y sustituirlas por nuevas instituciones, nuevas reglas sociales, económicas y políticas más justas y emancipadoras para la inmensa mayoría”.
Hagamos memoria: las revueltas campesinas, la Revolución Francesa, las movilizaciones sociales, las dos guerras mundiales, la guerra civil en Estados Unidos, las movilizaciones africanas en la segunda mitad del XX, las guerras de independencia, la lucha contra el apartheid… Más recientes, la crisis de los años 30 contribuyó a una deslegitimación del liberalismo económico, la crisis financiera de 2008 y la epidemia mundial iniciada en 2020 han derribado algunas certezas que parecían intocables, como el nivel aceptable de deuda pública o el papel de los bancos centrales. También han surgido en estos últimos años movimientos sociales poderosos.
No hay razones para lanzar las campanas al vuelo, porque “el final de la historia no está a la vista” y porque “el movimiento hacia la igualdad tiene todavía un largo camino que recorrer, especialmente en el mundo que los más pobres (en especial los más pobres de los países más pobres) van a sufrir cada vez con más intensidad los daños climáticos y medioambientales causados por el estilo de vida de los más ricos”.
No será fácil. La historia enseña que “las luchas y la redefinición de los equilibrios de poder no son suficientes en sí mismas. Son una condición necesaria para derrocar las instituciones y los poderes desigualitarios, pero desgraciadamente no son garantía alguna de que las nuevas instituciones y poderes que los sustituyan sean siempre tan igualitarios y emancipadores como cabría esperar”.
Además, se trata de una cuestión extraordinariamente compleja. “El movimiento hacia la igualdad se ha basado, desde finales del siglo XVIII, en el desarrollo de una serie de mecanismos institucionales específicos que deben ser estudiados como tales: la igualdad jurídica; el sufragio universal y la democracia parlamentaria; la educación gratuita y obligatoria; el seguro de enfermedad universal; la fiscalidad progresiva de la renta, las herencias y la propiedad; la cogestión y los derechos sindicales; la libertad de prensa; el derecho internacional; etcétera”.
Sin embargo, “cada uno de estos mecanismos, lejos de haber alcanzado un estadio final y consensuado, se asemeja más bien a un compromiso precario, inestable y provisional, en perpetua redefinición, resultado de conflictos y movilizaciones sociales específicas, trayectorias interrumpidas y momentos históricos particulares. Todos adolecen de múltiples deficiencias. (…) “La igualdad jurídica formal no impide una profunda discriminación por razón de origen o género; la democracia representativa no es más que una de tantas formas imperfectas de participación política; las desigualdades en el acceso a la educación y a la sanidad siguen siendo abismales, la fiscalidad progresiva y la redistribución deben ser replanteadas por completo a escala nacional y transnacional; el reparto del poder en las empresas todavía está en pañales; la propiedad de casi todos los medios de comunicación por parte de un reducido grupo de oligarcas difícilmente puede ser considerada la forma más completa de la libertad de prensa; el sistema legal internacional, basado en la circulación incontrolada de capitales, sin ningún objetivo social o climático, se asemeja la mayoría de las veces a una forma de nuevo colonialismo en beneficio de los más ricos, etcétera”.
Se avanza, pero a un ritmo inaceptable. ¿Cómo, por dónde seguir? La lucha a favor de la igualdad colisiona con la desigualdad real y todo lo que ella ampara y amplifica. No se combate en campo abierto. Tampoco valen cataplasmas contra la complejidad del empeño: “Existen dos escollos simétricos a evitar: uno es descuidar el pael de las luchas y los pulsos por el poder en la historia de la iguadad, el otro es sacralizarlo y descuidar la importancia de las soluciones políticas e institucioanles y el papel de las ideas y de las ideologías en su desarrollo”.
De alguna manera, el sociólogo chileno Carlos Ruiz Encina, amigo y asesor del nuevo presidente chileno, Andrés Boric, lleva el problema general a un contexto político que resulta cercano y fácilmente inteligible: “Venimos de una tradición de izquierdas que en el siglo XX olvida la ecuación entre igualdad y libertad y sacrifica esta última en favor de procesos de socialización forzados. Hoy en Chile, hay movimientos sociales que piden no solo derechos sociales universales, es decir, más Estado, a lo que la izquierda tiene menos problemas para adecuarse, sino que también demandan más autonomía individual. Estamos entrando en una época en la que la individualización no es contraria a ser parte de una multitud y eso lleva a un tercer término de la cuestión que es la solidaridad, que se va construyendo de una forma más democrática y con más respeto por el individuo. Ya no son posibles partidos de izquierda que no respeten la diversidad sexual como en el siglo XX o el emprendimiento. Eso implica que las respuestas a las demandas en algunos casos son más Estado y en otros, más sociedad”.
Hermoso empeño. Harán falta buenas dosis de optimismo y muchas más de obstinación. Soñando que, si «la libertad dejará de ser una palabra escrita en la pared», también la igualdad pueda pasar de los grafitti a la calle.
– Si Dios quiere, apostilló un ateo.
