
La guerra aniquila la palabra. Cuando se abre el paso a las bombas, a los tanques, a la muerte se renuncia al raciocinio, al diálogo, al abrazo. Estos se transforman apenas en refugio solitario de los derrotados, de las víctimas.
Aunque la guerra estalle a poco más de 3.000 kilómetros no hay manera de reflexionar frente al aullido de los misiles y las sirenas, del horror. A lo sumo, queda el grito del Gernika, de los fusilamientos de Goya…
La brutalidad niega la razón. Nos queda echarnos las manos a la cabeza y gritar desesperadamente. La gente decente ve en el espejo un retrato que, por otros motivos, nos dejó Edvard Munch.
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Me conmueve una mujer ucraniana. Vive con su madre, con problemas de movilidad, y su hijo, de 23 años que está a punto de finalizar los estudios universitarios. El joven puede ser movilizado en cualquier momento, pero no quiere ir a la guerra. La madre le anima a defender a su tierra, a su patria. Es nuestra obligación, dice. Me desarma esa responsabilidad y ese valor.
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En esta guerra, ¡cuántos testimonios en español! Qué próxima sentimos la impotencia. Las bombas estallan muy cerca. Nos conmueven.
