
La reforma laboral pactada entre el Gobierno, los sindicatos y la patronal no merecía este final. Sacarla adelante en el Congreso de una manera tan atrabiliaria solo puede generar indignación y tristeza. Se trataba de algo extraordinariamente relevante y significativo; de una propuesta fruto del compromiso y el acuerdo entre contrarios, aunque entre actores ajenos al ámbito estrictamente parlamentario.
Era comprensible el debate en el seno de la izquierda. ¿Por qué designio fatal en las democracias reconocidas como tales la mayoría progresista debe ceder reiteradamente ante el poder económico? ¿Por qué asumir que más vale un mal acuerdo que una norma efímera? ¿Por qué aceptar que la izquierda esté obligada a conducir con el freno de mano echado? A partir de esas preguntas tienen sentido los debates más pragmáticos: ¿qué tiene mayor valor: lo afirmado en la negociación o lo negado, lo ganado en el proceso o las renuncias asumidas en su transcurso?
Estas cuestiones, razonables en cualquier caso, ponen de manifiesto la presión desigual de unos sectores y otros, el poder de determinadas instancias que desequilibran el principio elemental de “un hombre un voto”, la profunda ideologización de un sistema que niega la igualdad de todos los ciudadanos y, en consecuencia, su propio carácter democrático.
A partir de esa realidad se plantea el conflicto central: entre lo deseable y lo realmente posible, entre la radicalidad y el pragmatismo. Porque cabe convenir que, si cada persona tuviera que atenerse estrictamente a lo que desea o a lo que considera mejor, sin matices ni renuncias, la inmensa mayoría de los ciudadanos estaría obligada a no votar jamás.
Asumidas, pues, las limitaciones de la reforma laboral, parece difícil negar que la norma supone un avance en los derechos de los trabajadores, aunque limitado. Esa era la razón fundamental para apoyarla. Para rechazarla algunos grupos de la izquierda pusieron en la balanza, junto a sus explicaciones progresistas, sus intereses electorales y su propia condición nacionalista; o sea, su contradicción natural.
Había otra motivación. Con todas sus limitaciones, la reforma recogida en el decreto era el fruto de una negociación y de un acuerdo. Y eso, en las circunstancias en las que vive España, con la sociedad y sus representantes a la gresca por cualquier asunto mayor o menor, era una buena noticia. Más aún: excepcional.
Un acuerdo ajeno al propio Parlamento, pero un ejemplo al que agarrarse a falta de otras referencias tanto o más valiosas. Validarlo o invalidarlo en el Congreso no menoscababa la función del principal órgano democrático. Entre otras razones, porque el Parlamento no estaba obligado a aprobarlo; podía rechazarlo. Casi lo hizo.
Por eso, desde un punto de vista pragmático, el decreto se podía considerar como un avance cierto y un ejemplo a seguir. Tanto más valorable cuanto más se echan en falta acciones de esas características. Por eso, que el debate y las votaciones terminaran de manera esperpéntica produce vergüenza y tristeza.
La acerada confrontación parlamentaria finalizó con dos diputados que cambiaron su voto a última hora –a saber con qué motivación teórica o pragmática–, con otro diputado votando al revés de sus supuestas intenciones, con la presidencia dando por rechazado el decreto que había sido aprobado, con impugnaciones que acabarán en los tribunales… Una negociación digna de emulación y un acuerdo de extraordinaria importancia quedaron en un segundo plano. Todo un símbolo de una realidad política desquiciada.
Con la necesidad que teníamos de una buena noticia… Para una vez en la que, además de cesiones, había logros evidentes… Para una vez en la que se conseguía avanzar en cuestiones laborales… Para una vez en que el Gobierno debatía un asunto con más datos y razones que descalificaciones… Para una vez… Vergüenza y tristeza, ¡qué depresión!
